La soga

La soga

La familia de Héctor Keres nunca había tenido una esperanza de vida demasiado alta. En realidad, dada su tendencia a morir con menos de un cuarto de siglo, casi parecía un milagro que hubieran conseguido mantener la línea de su descendencia hasta nuestros días. Aunque bien pensado, las moscas también lo habían conseguido, y ellas apenas tenían unos días para procrear.

Además, por si fuera poco, las muertes en la familia de Héctor rara vez eran accidentales. No había guerra en la que no hubiera muerto algún Keres, ni tribunal que no les hubiera sentenciado a la pena capital. Quemados vivos por la inquisición, guillotinados en la revolución francesa, ahorcados en Texas. Sus obituarios servirían como catálogo de muertes violentas a cualquier historiador.

A sus veinte años, Héctor era por tanto el único superviviente de una saga condenada de antemano, y él era dolorosamente consciente de ello. Cuando él era apenas un niño, su padre había sido asesinado por el vecino de abajo, que había perdido el juicio por culpa de unas goteras que nadie parecía ser capaz de detener. Unos veinticinco antes, su abuelo había dejado el mundo en similares circunstancias, después de dejar embarazada a la hija de un general excesivamente protector, al igual que su bisabuelo había acabado en una fosa común, después de transgresiones mucho menos placenteras.

Todo esto se lo habían hecho saber a Héctor desde pequeño, convirtiéndole en un ser tímido, temeroso de romper ninguna regla, con una amabilidad casi servil con la que intentaba evitar a toda costa caer mal a alguien, desencadenando así una serie de acontecimientos que le hicieran reunirse con el resto de su árbol genealógico. Cada riesgo era calculado de antemano, cada interacción diseñada al milímetro.

Quizás por eso, Héctor estudió psicología, y quizás también por eso, cuando su compañera de clase insistió por tercera vez en invitarle a cenar, tuvo miedo de volver a rechazarla. Sólo cuando se descubrió desnudo junto a ella, se le ocurrió a Héctor que quizás estaba tomando más riesgos de los que pensaba.

-¿Y a qué se dedica tu familia? –se le ocurrió preguntar a Héctor, recordando la historia de su abuelo. El control de daños era importante

-No te asustes, pero mi familia tiene una funeraria desde hace un montón de generaciones.

-Una pena que no puedan conocer la mía –Héctor sonrió-. Creo que nuestras familias se habrían llevado bien.


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Foto y texto por Aitor Villafranca

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El amor es ruido

Love is Noise


El amor es ruido. Sonidos de placer y de carne rasgada, el ruido del estómago impaciente sobre el que reposa tu cabeza, y el de las conversaciones distantes de una llamada de teléfono en un autobús. El de la sangre amartillando tu cerebro, intentando gritar siempre y nunca con una sola palabra.

Y si el amor es ruido, lo contrario del amor debe ser el silencio. Quizás por eso, desde que Héctor me había dado aquel último beso en la frente, como a un niño que no merece entender nada, no había podido despegar de mis oídos los auriculares de mi reproductor de música. Antes de eso, nunca había encontrado demasiado placer en escuchar música, y había defendido con la convicción de un iluminado que mi cerebro funcionaba mejor sin distracciones, como si mis flujos habituales de pensamiento merecieran algo más que un nivel básico de consciencia.

Lo que entonces no decía, ni siquiera a mí mismo, es que las distracciones ya estaban allí mucho antes que la música, en forma de un zumbido constante construido con dudas y miedos. Durante todos los años que había compartido con Héctor, siempre había convivido con el ruido de la inseguridad. La posibilidad de dejarle, los pros y los contras de la soledad, siempre habían estado presentes.

En un ejercicio de soberbia, había dado por sentado que mi mente era la única que escuchaba ese ruido, y ahora que el chasquido de una cerradura inocente había erradicado cualquier otro sonido, el silencio era insoportable.

Sin cambiar siquiera de postura, subí un poco más el volumen de la música y volví a intentar dormir.


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Lazos de sangre (II)

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Por supuesto, la primera vez que oí de labios de mi abuela cómo había degollado a aquel hombre, no creí que pudiera ser cierto. Era imposible que aquella mujer que había llenado mi estómago de dulces caseros y mis pantalones de remiendos hubiera asesinado a alguien a sangre fría, regodeándose en cada instante de su crimen, igualando la vida de un hombre a la de cualquier bestia. Sin embargo, aquella historia parecía lo único estable en el caos senil en el que se había convertido su cerebro, y cada detalle parecía encajar con el siguiente, hasta formar un entramado que acabó por obsesionarme.

“Guardaba la hoz detrás de un armario del dormitorio, con sangre y todo. Cuando no había nadie, la miraba y me acordaba de cómo se la había clavado en el pescuezo. Primero blandito, como cuando cortas un lomo de cerdo, y luego más duro, cuando ya le di al hueso. La veía y ya no necesitaba nada más. Ya ni me importó cuando pasó el tiempo y llegó la carnicería, y las gallinas y los corderos no me dejaban matarlos a mí.”

Aquella parte de la historia surgió un día de repente, después de una serie de comentarios apenas coherentes sobre las natillas de la residencia de ancianos. De golpe, se abrió ante mí la posibilidad de encontrar una prueba física, real, que me permitiera comprobar toda la historia. Sin poder esperar ni un solo día, conduje hasta el pueblo de mi abuela, en un estado de ansiedad que bien podía haber hecho que mi historia terminara en alguna cuneta. Cuando finalmente llegué, ignoré la decadencia generalizada del pueblo, los aperos oxidados junto a los portales, y los movimiento de cortinas en las casas vecinas. En mi mente sólo había sitio para el viejo caserón de mis abuelos y los secretos que había escondido durante toda una vida. Con la excitación de un iluminado, empecé a rebuscar en aquel dormitorio lleno ahora de polvo y telarañas. El contenido de armarios y cajones se encontraba ya tirado a mis pies cuando oí aquel ruido metálico, y tuve la certeza de que todo era cierto.

Los días que siguieron fueron la crónica de una caída al abismo. Poco a poco fui perdiendo interés en nada que no fuera la hoz que había encontrado, sus manchas de sangre, y la historia que contaban. Al fin y al cabo, tampoco tenía mucho más en lo que concentrarme. Términos de divorcio, un apartamento vacío, llamadas de Mónica (mi amante, o ex-amante, o lo que fuera aquella mujer en aquel momento). Incluso el trabajo dejó de parecer motivo suficiente para salir de casa.

En contraste con mi vida llena de fracasos y mediocridad, aquel arma contenía la clave de un recuerdo tan intenso como para permitirle a mi abuela aferrarse a él durante más de medio siglo, haciendo soportable incluso la decadencia y la soledad de una residencia de ancianos. Empecé a imaginar cómo sería disponer de un recuerdo así, y como si se tratara de una consecuencia lógica, empecé a imaginar cómo sería asesinar a alguien. La sangre, los temblores. Todo lo que mi abuela había descrito. Poco a poco, las fantasías se convirtieron en planes, llenándome de una excitación que nunca antes había sentido. No podía dormir, apenas comía. Sentía como si estuviera a las puertas de algo más grande de lo que había vivido jamás, y cada una de las células de mi cuerpo vibraba con la anticipación.

En un principio pensé en asesinar a un vagabundo, alguien en cuya muerte nadie se molestaría demasiado en escarbar. Incluso decidí contárselo a mi abuela, con la esperanza de que de alguna forma, mis palabras llegaran hasta su consciencia y pudiera sentirse orgullosa de mí. Sin embargo, en cuanto volví a verla, tan desvalida y cercana a la muerte, sin reconocerme siquiera, supe que lo que realmente debía hacer era concederle un útlimo regalo de despedida.

Convencer a las enfermeras de que me dejaran llevarla de excursión a ver por última vez la tumba de su marido fue fácil. Incluso me prestaron una silla de ruedas, y me ayudaron a vestirla con su mejor vestido (de lunares, como siempre la recordaba, aunque a esas alturas su cuerpo parecía haber empequeñecido y casi parecía una niña jugando con la ropa de su madre). Poco después, mi abuela estaba sentada en el salón de mi apartamento, murmurando sobre el tacto de la sangre, sin ser demasiado consciente de dónde se encontraba.

Elegir víctima tampoco fue difícil. Durante los últimos días, la indiferencia hacia Mónica se había convertido en un odio feroz, cuyo origen no podía ser sino sus constantes interrupciones en aquellos momentos de trascendencia, y además, existía un cierto paralelismo con la víctima de mi abuela que no podía ser sino una señal.

Mónica llegó unas horas después, feliz de que hubiera accedido por fin a encontrarme con ella. Cuando la vi cruzar la puerta, con sus andares torpes y su sonrisa de perro abandonado, tuve que reprimir los impulsos de acabar con su vida en la misma puerta. Las manos me temblaban, pero su diminuto cerebro no pareció darse cuenta, y me abrazó, y me besó en el cuello, y en los labios, sin ninguna idea de lo que le esperaba. Un escalofrío de placer me recorrió al pensar que el mío iba a ser el último cuerpo que tocaría.

Cuando se separó de mí, la acompañé al salón, dónde se quedó mirando a mi abuela con la misma mirada de incomprensión que la anciana le devolvía. Ignorando sus preguntas, cogí con fuerza la hoz que había dejado preparada en el salón, preguntándome por un segundo si con el paso del tiempo, la sangre de Mónica se distinguiría de aquella otra que marcaba la herramienta desde hacía cincuenta años.

Después, la adrenalina nubló todo. El golpe que debería haber segado su cuello se topó con sus manos. Sangre y gritos de dolor. Volví a intentarlo, pero esta vez sólo conseguí alcanzar su brazo. Más gritos, y la indignación de que aquella mujer tuviera la vergüenza de seguir viva. Luego vino el forcejeo, los nervios, y mis pies tropezando contra la mesa. Mi espalda golpeó el suelo con fuerza, y sentí una sensación extraña, un calor acogedor concentrado en mi cuello.

En cuanto intenté tocar con mis manos el orígen de ese calor, la sangre cubrió mis dedos. Oscura. Densa. Mónica estaba saliendo del piso tambaleando y gritando alguna última maldición, pero mis pulmones se estaban llenando de sangre y ya nada tenía importancia. Respirar se había vuelto imposible, y podía notar como la sangre salía también por mi boca, formando burbujas al mezclarse con los últimos soplos de aire.

Lo último que vi fue a mi abuela, riendo. Puede que no entendiera quién era yo, ni qué estaba pasando, pero la muerte seguía haciéndola feliz. De alguna forma, había sacado fuerzas para arrastrarse hasta el charco de sangre que se había formado a mi alrededor, y ahora aplaudía como una niña, con mi sangre salpicando sus manos, su cara hundida, y su viejo vestido de lunares.

Le sonreí una última vez, y después, cerré los ojos.


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Lazos de sangre (I)

“Cortarle la garganta a un hombre era mucho mejor que sacrificar cerdos. La sangre cayendo a borbotones, como en la fuente del pueblo. Los ojos muy abiertos, sin entender nada, y ese ruidillo que salía de su boca al intentar hablar…”

Mi abuela Antonia había pronunciado aquellas palabras de repente, con una risa de niña traviesa que hizo que un escalofrío recorriera todo mi cuerpo. Después, su mirada había vuelto a apagarse, y las preguntas que siguieron se rompieron contra un muro de ausencia. Aquel día, mi abuela no volvió a hablar.

Por aquel entonces, mi abuela tenía cerca de ochenta años y sobrellevaba una vejez solitaria en una residencia de ancianos razonablemente deprimente, alternando su estado natural apenas consciente con instantes puntuales de lucidez relativa. Sus brazos rollizos hacía tiempo que habían perdido la batalla a la edad, y ahora se escondían debajo de una bata más propia de un hospital, sobre la que solía quedar alguna migaja de lo que en aquel sitio hacían pasar por comida.

Después de tantos años sin visitarla, no dejaba de ser un tanto hipócrita sentir lástima, pero verla en aquellas condiciones me resultaba inevitablemente doloroso. La amenaza oscura de mi futura vejez solitaria también estaba sentada con nosotros en aquellos sillones verde oscuro, pero no tardó en esfumarse junto con cualquier otro sentimiento al oír aquellas palabras.

“Mucho mejor que sacrificar cerdos”.

Después del impacto inicial, pronto decidí que tenía que haber entendido mal, o que debía tratarse de alguna historia que le habían contado de pequeña. Quizás incluso de una película que por alguna razón se había quedado atascada en su subconsciente. Al fin y al cabo, para mí, la abuela Antonia significaba largos viajes hasta el pueblo por carreteras secundarias y vestidos azules de lunares, abrazos asfixiantes y, sobre todo, un intenso olor a canela. Mezclar aquellos recuerdos con fuentes de sangre era tan absurdo como imaginarse a Jack el Destripador amaestrando cachorritos.

Aún así, aquellas frases habían despertado lo suficiente mi curiosidad como para convertir mi visita puntual en un destino habitual a lo largo de las semanas siguientes. De todas formas, tampoco es que tuviera muchas más cosas que hacer. En aquel momento, yo estaba a punto de cumplir los treinta, y había conseguido acumular en tiempo record un retoño de dos años, regalo sorpresa para mi fin de carrera, una boda a toda prisa, y un divorcio casi igual de rápido.

Aunque las cosas siempre son más complejas, el detonante del divorcio había sido un affaire tonto y no demasiado gratificante con una amiga de mi mujer, y aunque cualquiera con dos dedos de frente podía haberse imaginado la historia completa el día de mi boda, no por ello el sentimiento de culpa era menos intenso. En realidad había más sentimientos entremezclados, entre ellos una cierta sensación de alivio y algo de hastío mientras ignoraba las llamadas de la que hasta entonces había sido mi amante, pero era sin duda la culpa con la que mi cerebro se sentía más cómodo. También la que me había impulsado a enmendar antiguos errores, empezando por mi abuela.

Desde luego, lo último que esperaba cuando comencé aquellas visitas, era descubrir un lado grotesco en la sombra de aquella mujer entrañable, pero éste fue haciéndose más y más patente según avanzaron las visitas. Dudo de que mi abuela fuera demasiado consciente de qué secretos estaba contando, o de a quién se los revelaba, pero poco a poco, entremezclados entre el resto de sus declaraciones con la naturalidad de quién no ve nada malo en ello, fueron saliendo a la luz retazos de que yo me encargaba de entretejer, intentando entender la historia completa.

Según fui descubriendo, mi abuela había empezado a obsesionarse con la muerte desde joven. Le gustaba observar los últimos espasmos de los pollos que después su madre desplumaba, o la sangre densa borboteando de la herida de cerdos y corderos sacrificados. Era ella la que se encargaba de estas tareas siempre que se lo permitían, disfrazando el placer que obtenía detrás de una máscara de eficiencia y espíritu práctico.

Con el tiempo, no fue suficiente con matar animales, y empezó a preguntarse cómo sería acabar con la vida de un ser humano. Para ella fue una evolución natural, un paso lógico sin implicaciones morales que analizar. Por aquel entonces, mi padre ya había nacido, y por la cronología que llegué a deducir, es posible que incluso mi tía estuviera ya en el vientre de mi abuela en el momento del incidente.

Fue un día normal, sin nada que lo diferenciara de cualquier otra jornada rutinaria en el pueblo. Después de limpiar la casa y ordenar las camisas de su marido, dejó a los niños con su hermana y se fue al monte. En su hatillo llevaba una hoz afilada, la misma que su padre había utilizado esa misma mañana para segar el trigo.

Al parecer, a pesar de no haberse perdido jamás una misa de domingo, los sermones sobre la pureza y la monogamia no habían calado demasiado hondo en mi abuela, y no era la primera vez que utilizaba un paseo para mantener encuentros ilícitos con algún hombre del pueblo. En aquella ocasión fue un pastor de la región, sin más rasgos distintivos que la urgencia en sus parcas palabras, ni más razones para merecer la muerte que el simple hecho de existir.

Se reunieron, probablemente no por primera vez, en una cueva convenientemente apartada de cualquier camino, sin más lecho que las piedras. Allí, mientras aquel hombre rudo se retorcía contra ella, mi abuela sacó con cuidado la hoz y, con las mismas manos que años después utilizaría para revolverme el pelo, le rebanó la garganta. Durante todo el tiempo, mantuvo los ojos muy abiertos, para no perder ni un detalle del rostro de su víctima, ni de sus movimientos ya inútiles, ni de la sangre, que caía a chorros sobre el cuerpo desnudo de mi abuela.

Como en la fuente del pueblo.

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Lunes

Es un lunes como otro cualquiera. Voy en el autobús hacia la universidad, intentando mantener los ojos abiertos y los pies firmes en el suelo a pesar de los constantes frenazos del conductor, más interesado en los insultos que surgen de la radio que en los semáforos que atraviesa. Mientras me sorprendo de que exista gente con la energía suficiente para proferir insultos a esas horas, en un segundo plano se funden los comentarios sobre la última telenovela y las discusiones acaloradas sobre algún partido de fútbol. Me gustaría que mi mente estuviera lo bastante despierta como para alejarse de esas conversaciones y dedicarse a leer el libro que llevo en la mochila desde hace más de un mes y que nunca llego a abrir, pero como siempre, he forzado el despertador hasta el límite y he salido del piso a toda prisa, sin llegar a probar el café que alguno de mis compañeros de piso ha dejado preparado en la cocina. Casi por acto reflejo miro el reloj y me doy cuenta de que, como tantas otras veces, es imposible que llegue a tiempo a clase. Maldigo el tráfico que colapsa la ciudad a una hora a la que todo el mundo debería estar durmiendo y empiezo a arrepentirme de haber sacrificado el desayuno, de haber acortado la ducha, e incluso de haberme levantado.

Como siempre, toda la gente conocida con la que podría haber coincidido en el autobús y que me podrían haber hecho menos pesado el trayecto ha sido más previsora y ha conseguido montarse en autobuses algo más abarrotados, pero que en todo caso les han permitido llegar a tiempo a clase. A falta de un entretenimiento mejor, me dedico a observar sin demasiado interés a la gente que me rodea. Es la misma amalgama de siempre: estudiantes tan dormidos como yo, mujeres que van a comprar, trabajadores que se dirigen hacia alguna de las obras sembradas por la ciudad… Incluso reconozco algunas de las caras que realizan día tras día el mismo trayecto que yo. Me fijo en que hoy el tipo de las rastas que se suele sentar al fondo parece más emocionado que nunca con la música de su discman, y que esa chica tan mona que se monta siempre dos paradas más tarde, la de las gafas rosas, hoy no ha subido al autobús. Sonrío sin querer al recordar su cara de preocupación al mirar el reloj, o cómo sale corriendo hacia su edificio en cuanto se abren las puertas del autobús frente a la universidad, siempre sujetando con fuerza contra su pecho una carpeta tapizada con fotografías de películas antiguas, como si fuera algo precioso o una coraza capaz de protegerla del mundo que la rodea. Dedico un momento a preguntarme cómo se llamará, e incluso llego a fantasear con intentar ligar con ella al encontrarla casualmente en alguna fiesta o en el propio autobús, pero estos pensamientos duran poco y pronto vuelvo a recriminarme no haber cedido a mi propia vagancia cuando aún estaba a tiempo.

En algún momento del trayecto, alguien deja un asiento libre cerca de mí y me dejo caer pesadamente sobre él, como si mi cuerpo ya no tuviera fuerzas para mantenerse en pie. Ladeo la cabeza y me quedo como hipnotizado mirando los edificios que pasan frente al cristal, tan familiares a estas alturas que podría seguir viéndolos sin demasiada dificultad incluso si cerrase los ojos. Quizás inducido en parte por ese sueño, la sucesión de imágenes conocidas me produce una cierta sensación de seguridad, y por primera vez en toda la mañana empiezo a olvidarme de la gente que me rodea, de las prisas y de los remordimientos mientras mi cuerpo empieza a relajarse y mi mente se llena de un vacío reconfortante.

Sin embargo, pronto un grupo de adolescentes sobreexcitados suben al autobús y rompen mi calma en pedazos, llenando todo el ambiente de comentarios soeces y risas estridentes. Las experiencias que he ido acumulando a lo largo de mi vida me dicen que detrás de cualquier persona, por simple o predecible que pueda parecer, se encuentran historias complejas, llenas de sueños, dudas, secretos y motivaciones que no pueden llegar a transmitirse con palabras y mucho menos a explicarse con un vistazo superficial, pero los comentarios fragmentados que me llegan del grupo que acaba de subir al autobús llegan a hacer que me replantee esa teoría.

La agitación me resulta molesta, y algo rechina en mis oídos cada vez que alguno de ellos se esfuerza en destrozar el lenguaje, pero me consuelo al ver que los edificios están a punto de dar paso al tramo de terreno sin edificar que separa la universidad del resto de la civilización. Después de comprobar que, tal como esperaba, voy a llegar más de diez minutos tarde, maldigo mentalmente a quién quiera que se le ocurriera construir una universidad fuera de la ciudad y me pregunto por qué mi facultad no puede estar en el otro campus, ese que puedo ver sólo con asomarme a la ventana del piso. Aunque en el fondo supongo que no habría demasiada diferencia en cuanto a mi puntualidad.

Cuando finalmente el autobús se detiene bruscamente frente a la universidad, estoy tan resignado a llegar tarde que ni siquiera me molesto en bajar deprisa y salir corriendo hacia tu clase, sino que me tomo cada movimiento con calma, casi sintiendo como si el mundo cambiara de velocidad a mi alrededor. Por un momento, esta impresión se mezcla con el frío y me parece despertar en otro tiempo. Es una sensación extraña, como pasear por la playa en una noche de invierno. Me imagino compartiendo un paseo de ese tipo con la chica de las gafas rosas, pero todas las fantasías se desvanecen al entrar en contacto con el calor del edificio.

Como no podía ser de otra forma, al entrar en la clase me espera la mirada fría del profesor, que detiene por unos momentos su explicación para que a nadie le pase desapercibida mi entrada, a pesar de que el estruendo de la puerta que se cierra a mis espaldas habría bastado para que todo el mundo se girase en mi dirección. Al menos mis amigos me han guardado un asiento junto al pasillo y puedo sentarme sin necesidad de movilizar a nadie. Para ahondar en la herida, el profesor espera hasta que estoy sentado y me pregunta con marcado desdén si puede continuar con la clase. Yo no puedo hacer otra cosa que asentir mientras noto como la sangre sube a mis mejillas ante la mirada de todo el mundo. Intento olvidarme de todo centrando mi atención en el esquema borroso proyectado directamente sobre la pared, pero sigue tan incomprensible como cuando lo vi el año pasado, cuando me matricule en la asignatura por primera vez. Unos minutos después, desisto y me olvido totalmente de la explicación.

A falta de otra ocupación, me dedico a curiosear entre los dibujos y mensajes que llenan las mesas de la clase, mientras me pregunto si realmente las limpiarán alguna vez. Entre los garabatos sin sentido, localizo varios corazones, una tumba, un guerrero élfico y lo que parece ser un caracol fumando un porro. Después, con todas las distracciones ya agotadas, me limito a dejar la mente en blanco y mirar hacia la pizarra. El resto de la hora pasa despacio, como si se regodeara en mi aburrimiento.

Cuando finalmente el profesor apaga el proyector y sale del aula mascullando algo incomprensible, pienso con cierta decepción que en mis notas del cuatrimestre no se notaría ninguna diferencia si en ese momento estuviera durmiendo en mi piso, aunque sí lo notarían mis párpados, que luchan por no desplomarse. Intentando combatir el sueño, en el descanso me tomo rápidamente un café junto a otras decenas de universitarios sedientos de cafeína y después, como todos los días, voy a por un ejemplar del periódico gratuito que reparte una chica algo rechoncha con cara de hastío. Pienso que al menos así podré entretenerme con el crucigrama durante la siguiente clase, que por supuesto será igual de soporífera que la anterior.

Llego a clase justo a tiempo, mientras la profesora intenta sin éxito bajar la pantalla del proyector. Cuando finalmente desiste, hace algún comentario sobre la ineficiencia de los empleados de mantenimiento de la universidad, pero yo ya he empezado a leer el periódico y no presto demasiada atención. Aprovechando que mi asiento es bastante discreto, me dedico a ojear las noticias del periódico, tan sensacionalistas como siempre. Intento buscar alguno de esos titulares alarmistas o tergiversadores sobre los que siempre bromeo con mis amigos, pero parece que esta vez no hay ninguna amenaza para España ni ninguna conspiración digna de mención.

Y de repente, al pasar la página, veo en una esquina la foto sonriente de la chica de las gafas rosas. La sonrisa se me hiela cuando leo en el artículo que la acompaña que esa chica, Esther González, de la que acabo de conocer el nombre, ha saltado delante de un tren a las afueras de la ciudad ese mismo fin de semana. Me quedo unos segundos sin reaccionar, mientras mi cerebro intenta determinar exactamente qué debería estar sintiendo. Vuelvo a leer el artículo para comprobar que el sueño no me está jugando una mala pasada, pero ella sigue ahí, ligeramente más joven pero con las mismas gafas inconfundibles. Durante un segundo, sólo existe su sonrisa, tierna y al mismo tiempo grotesca por estar junto a la noticia de su muerte. Siento cómo algo se mueve en mi interior, como si a mis pulmones y a mi estómago se les hubiera olvidado para qué sirven, pero la sensación se disipa enseguida.

De repente, el mundo vuelve a materializarse a mi alrededor, y veo que mis amigos me miran ligeramente extrañados. Señalando la foto, les comento que la había visto muchas veces en el autobús, que iba a nuestra propia universidad y que ahora está muerta, mientras pongo cara de incredulidad y niego ligeramente con la cabeza. Ellos no saben qué decir, y permanecen en silencio escuchando de fondo la explicación de la profesora sobre modulación de señales digitales. Permanezco un instante más contemplando la foto, pero la clase sigue y yo paso al crucigrama, todavía realizando con la cabeza un movimiento que no se sabe muy bien si quiere decir “Pobre chica”, “¿Por qué habrá hecho algo así?” o simplemente “¡Cómo está el mundo!”.

Poco después, mientras completo con un nombre bíblico las últimas casillas del crucigrama, siento un asomo de remordimiento al comprobar que mi vida sigue igual que hasta unos minutos antes, sin que la desaparición de la chica de las gafas rosas la afecte en ningún aspecto. Soy consciente de que nunca llegaré a conocer su historia, y de que probablemente hasta sus gafas rosas se pierdan en algún recodo de mi memoria con el paso del tiempo, pero por alguna razón, eso me hace sentir más solo que antes. Me gustaría saber si alguna vez se había fijado en mí al coincidir en el autobús, cuál de las películas que cubrían su carpeta era su favorita, o si cuando miraba preocupada su reloj alguna vez pensaba en la muerte, pero las preguntas se pierden cuando cierro el periódico y me dispongo a tomar algún apunte que justifique mi presencia en la clase, exactamente igual que cualquier otro día.
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Red

Red

El sexo con él es rojo, oscuro. También denso y pegajoso, como una noche de verano sin ventilación. Una forma más compleja de autosatisfacción, un vistazo al abismo.

Cada gota de sudor cae sobre el colchón como una traición. Cada herida es el castigo que merezco.

Si por lo menos ella me hubiera amado cuando estaba viva, quizás podría encontrar sentido en este charco de dolor. En cambio, sólo queda la culpa, los rasguños, el sexo.

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Foto y texto por Aitor Villafranca

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13 meses

13 months

El día 15 de Febrero, un amigo común les presentó en una fiesta. Al verle, Julia pensó que su aspecto resultaba un tanto vulgar, y Carlos a su vez que sus gestos eran ligeramente artificiales. Después de cruzar dos frases educadas, cada uno volvió con su cita de aquella noche.

Exactamente un mes después, Carlos dejaba las huellas de sus manos en la piel de Julia mientras admiraba la forma en la que su cuello se inclinaba hacia atrás cuando estaba a punto de tener un orgasmo.

El 15 de Junio, una tormenta destrozó árboles, lanzó tejas por los aires y llenó la ciudad de un fango denso. Carlos y Julia apenas se enteraron. Sus miradas estaban fijas en la pared, exhaustos después de discutir una y otra vez los mismos temas, seguros de que su historia terminaba en aquella habitación.

Ese mismo día, tres meses después, Julia se tropezaba en unas escaleras sin saber muy bien cómo. Mientras Carlos le limpiaba una herida de su pierna como si se tratara de la operación más delicada del mundo, ella le dijo que le quería.

El 15 de Noviembre, Carlos conoció a la familia de Julia. Su hermana le guiñó un ojo cuando creía que nadie miraba, y su padre hizo un par de comentarios racistas. Julia se atragantó con el postre.

El día de su aniversario, hicieron un repaso del año y brindaron con champagne. Ninguno de los dos mencionó al chico por el que Julia estuvo a punto de dejar a Carlos durante las vacaciones de Navidad.
Trece meses después de conocerse, Carlos y Julia se sentaron en un banco del parque. Sus dedos se rozaron como tantas otra veces, y ambos sonrieron sin mirarse.

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Para Carlos y Julia (los de verdad)

Foto y texto por Aitor Villafranca


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Princesas


Desde que Leonor era una niña, había vivido encerrada en el mismo torreón de aspecto cochambroso, separada por gruesos muros de piedra del mundo que se extendía más allá de su habitación. En ocasiones, el recuerdo infantil de los campos de trigo de su tierra natal la llenaba de una nostalgia abrumadora, pero la mayor parte del tiempo se conformaba con su destino y se limitaba a esperar junto a la ventana, con la mente llena de fantasías del caballero que había de liberarla. Al fin y al cabo eso era lo que debía hacer una princesa, sentarse en su prisión a esperar la llegada del príncipe que, victorioso después de alguna gran gesta, rompería la maldición que ataba a su amada y la llevaría a lomos de su corcel a un reino de riqueza y felicidad. O incluso a un reino no tan próspero ni tan feliz, quizás uno de esos con un par de plagas mortales al año, o con un semidiós maligno de los que exigían sacrificios virginales cada vez que se aburrían... Cualquier cosa sería mejor que aquel torreón semiderruido.

Sin embargo, las misiones a cumplir para liberar a la princesa eran siempre arduas, como encontrar un rubí con forma de estrella en la tierra de los mares de fuego, o acabar con alguno de los brujos malditos que proliferaban en las islas de la noche eterna, aunque a su regreso, el valiente caballero podía encontrar una vida apacible gracias a la princesa amada y, sobre todo, a su dote. Hasta que se llevaba a cabo esta hazaña, la princesa debía esperar, lidiando de la mejor manera posible con el aburrimiento y, en la mayoría de los casos, con la maldición que le correspondiera por nacimiento. En el caso de Leonor, su condena era repeler a todo tipo de animales, lo cual no dejaba de ser bastante conveniente, ya que mantenía el viejo torreón libre de arañas, ratones e insectos, por no hablar del alivio que suponía no tener que soportar la charla intrascendente de los jilgueros o los aires de grandeza de algún que otro sapo.

Por desgracia, la misión que ataba a Leonor a su torreón distaba mucho de ser tan llevadera. El caballero que deseara su mano, debía viajar hasta las tierras gélidas del fin del mundo, derrotar allí a un dragón negro de siete cabezas y volver con los siete cráneos como prueba de su hazaña. La belleza de Leonor, así como la dote que le correspondería a su marido, eran premios atractivos, pero aún así Leonor no se hacía demasiadas ilusiones respecto a su suerte. Por si la propia misión no fuera suficientemente desalentadora, con el viaje casi eterno, la lucha a muerte con un enemigo prácticamente inmortal y el camino de vuelta cargando con siete cabezas babeantes cuyo peso no se debía despreciar, la leyenda decía que en el combate, el apuesto guerrero perdería un brazo y la visión en su ojo derecho, y su cara quedaría marcada de lado a lado con una cicatriz que recordaría su hazaña hasta el fin de los tiempos. Leonor era de carácter realista, y sabía que no había demasiados caballeros dispuestos a hacer todos esos sacrificios, especialmente si podían elegir gestas mucho menos exigentes, que les garantizarían igualmente una princesa de un estatus aceptable. Solamente un caballero había llegado a declararle su amor a Leonor, pero no había sido sino un error producto de la embriaguez. El guerrero en cuestión se había excedido con la cerveza en alguna celebración, hasta el punto de confundir el torreón de Leonor con el de una princesa de origen nórdico que vivía unas leguas al oeste. Al comprender su equivocación, había huido sin ningún tipo de decoro, dejando a Leonor sumida en una profunda melancolía.



En realidad el error era en cierto modo comprensible, puesto que si algo abundaba en aquellos tiempos eran precisamente las princesas en edad de contraer matrimonio. Había tantas que los reinos habían empezado a intercambiarlas, intentando conseguir una colección variada con la que tentar a guerreros propios y ajenos. Según había leído Leonor en las cartas que le informaban periódicamente sobre las novedades del mundo de las princesas, y que constituían prácticamente su única fuente de entretenimiento, su reino había intercambiado unas princesas trillizas, de gran fama en los reinos del sur, por doce princesas durmientes, que habían empezado a aparecer con demasiada frecuencia en aquellas tierras. En principio no era una noticia especialmente interesante, pero lo que mantenía a Leonor inquieta desde que la había leído era que, dada la falta de torreones independientes para alojar a semejante remesa de princesas, algunas de ellas iban a compartir morada con otras infantas, siendo el torreón de Leonor uno de los elegido para tal fin. Leonor era consciente de que la elección se debía principalmente a su falta de éxito hasta la fecha, pero aún así estaba ilusionada por la perspectiva de tener alguien con quien hablar en los largos días de cautiverio.

Leonor sabía que una princesa durmiente no era probablemente la mejor de las compañías, dado que estaba condenada a sumirse en un profundo sueño en el momento en el que algún caballero proclamara su interés por la gesta correspondiente, permaneciendo en ese estado hasta que se produjese el consabido beso de amor, pero en cualquier caso, incluso una compañía así era mejor que la soledad que empapaba hasta entonces cada instante de su vida. Así pues, Leonor pasó días preparándose para la llegada de la princesa durmiente, llamada Esmeralda, cuyo nombre había sido elegido sin demasiados quebraderos de cabeza en honor a sus ojos de un verde profundo. No es que Leonor tuviera un afán especial por impresionar a su futura compañera, pero arreglarse con esmero era la única manera que tenía de combatir el nerviosismo que le producía aquella situación.

El día que Esmeralda fue abandonada sin demasiada ceremonia frente al torreón, Leonor vestía sus mejores galas y su cabello lucía un complejo trenzado que había tardado toda una noche en preparar, echando por primera vez en falta la ayuda de los jilgueros, expertos en ese tipo de menesteres. Sin embargo, a pesar de su preparación, en el momento en el que vio a Esmeralda, se sintió empequeñecida, tal era la belleza de la princesa sureña. Tenía la melena salvaje de las ninfas y los movimientos suaves de una sirena, y el aire que la rodeaba parecía tener un brillo distinto al del resto del mundo, como si el tiempo se hubiera detenido, rendido ante sus encantos. Solamente cuando Leonor comprobó por el color de las mejillas de Esmeralda que estaba tan nerviosa como ella, se liberó del influjo de aquella aparición y se apresuró a darle la bienvenida, aunque sin atreverse a tocarla por miedo a que se desvaneciera en el aire.

Acostumbradas a su soledad, a las dos princesas les resultaba extraño compartir sus días con otra persona, pero pronto las risas y las conversaciones hasta el amanecer se convirtieron en algo habitual en el torreón. La voz de Esmeralda llenaba cada rincón de salitre y flores silvestres, y en la risa de Leonor, Esmeralda creía ver el reflejo del sol sobre las vides. Acurrucadas una junto a la otra, se dedicaban a fantasear con grandes amores, viajes a tierras lejanas, y fiestas en las que bailarían sin pausa durante tres días con sus noches. A veces hablaban también de su infancia, compartiendo sus experiencias de hija única, aunque en el caso de Leonor el castillo de su padre estuviera lleno de niños pequeños sorprendentemente parecidos al propio rey. La intensidad de sus historias era tal, que al final las princesas no sabían donde acababan las vivencias de una y empezaban las de la otra.

Por ese tiempo, surgió entre ellas una suerte de admiración mutua, de modo que ninguna comprendía cómo era posible que ningún caballero hubiera intentado ganarse hasta entonces la mano de la otra, tan evidentes como eran sus virtudes. Sin embargo, al final el cariño entre ambas era tan grande que dejaron de hablar de príncipes y gestas, pues a pesar del deseo de las dos princesas de abandonar el torreón en el que estaban recluidas, el sueño en el que había de sumirse Esmeralda, así como su inevitable marcha, les producía a las dos una intensa tristeza. Ambas eran conscientes de que ese día no tardaría en llegar, y el momento en el que algún caballero proclamara su deseo de desposar a Esmeralda se convirtió en una nube oscura que acechaba desde las sombras todas las demás conversaciones. A pesar de que la dote que le correspondía a Esmeralda era considerablemente menor que la de Leonor, la gesta con la que un caballero había de ganarse su mano era mucho más sencilla. Bastaba con arrebatar a los tritones la corona de coral carmesí, misión que se había vuelto mucho más sencilla después de que una facción considerable de los tritones decidiera emigrar a mares más apartados, cansados de ser masacrados año tras año por guardar unas reliquias por las que en realidad no sentían ningún aprecio.

Sin embargo, cuando finalmente llegó el momento para el que habían vivido tanto tiempo en el torreón, ninguna de las dos princesas estaba preparada. Una tarde de otoño, con la última luz del día, un caballero apareció al pie del torreón vestido con una armadura dorada, proclamando a los cuatro vientos su intención de ganarse el amor de Esmeralda. La princesa apenas tuvo tiempo de pensar que aquel guerrero tenía la voz torpe de un marinero de cantina y el pelo ralo de un anciano, antes de desmayarse en los brazos de Leonor, vencida por el destino que le había sido impuesto. Con lágrimas en los ojos al comprender que le habían arrebatado algo preciado, Leonor intentó despertar a Esmeralda por todos los medios, pero su rostro no se inmutó.

Cansada de sacudir a Esmeralda, y temiendo llegar a hacerle daño, la colocó con cuidado encima de su cama, arreglando sus ropas y su pelo para que estuviera impecable en el momento en el que tuviera que despertar. Y de este modo, Leonor volvió a su vieja soledad, más dolorosa después de conocer algo totalmente opuesto. Al principio intentó retomar los viejos hábitos y volver a pensar en caballeros de armaduras relucientes, pero ahora todo era distinto. A pesar de sus esfuerzos, Leonor terminaba siempre observando el sueño apacible de Esmeralda, hablándole sin recibir ni el más leve gesto de asentimiento.

Durante días, Leonor intentó soportar la nueva situación, pero finalmente, el peso del silencio se volvió insoportable y Leonor se derrumbó junto a Esmeralda, envuelta en torrente incontrolable de lágrimas. Nublada por una urgencia absoluta, sus labios buscaron los de la princesa dormida, persiguiendo el calor que antes no se había atrevido a desear. Sus labios estaban fríos como la muerte, pero de repente un soplo de vida se extendió por ellos. Antes de que Leonor pudiera asimilarlo, aquellos labios respondieron a su contacto, envolviendo los suyos en una prisión de seda y bayas salvajes. Los ojos verdes de Esmeralda se abrieron iluminados por una luz nueva, y las dos comprendieron que estaban en el sitio correcto. El resto del mundo se disolvió a su alrededor, mientras ellas se dedicaban a explorar con avidez aquel descubrimiento. Solamente cuando les faltó el aliento, se separaron unos instantes para contemplarse bañadas en aquella nueva luz.

Después, sin necesidad de cruzar una sola palabra, salieron juntas del torreón, que nadie se había molestado en cerrar puesto que era impensable que una princesa lo abandonara por su propia iniciativa. En el exterior, todo tenía un color distinto, más intenso de lo que ninguna de las dos recordaba. Los rayos de un sol tardío hablaban de mundos lejanos y destinos rotos.
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Espacio Exterior

Outer Space

Mientras paseaban por el parque, cogidos de la mano como en aquella primera cita años atrás, ella pensó que, sin lugar a dudas, aquellos brazos eran demasiado grandes. Sus cambios de humor en verano también eran un problema, al igual que el hecho de que no pudiera quedarse quieto durante más de diez segundos, ni siquiera mientras dormía (lo cual probablemente no habría sido tan grave si no siguieran compartiendo aquella vieja cama de noventa).

En realidad, ella era consciente de sus propias imperfecciones, y estaba segura de quererle a pesar de los suyos, pero aún así, se alegraba de que alguno de sus sueños infantiles permanecieran inalcanzables, lejos de sus manos y de la realidad.

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Dead End

Dead End

Su sombra fue la primera en abandonarla. Desapareció mientras cruzaba un callejón oscuro, sin la menor disculpa ni despedida.

Poco después se desvaneció el sonido de sus pisadas, aunque al menos ellas dejaron grabada una cinta con antiguos paseos, que a veces escuchaba cuando le invadía la nostalgia.

Ese mismo año, se vio obligada a dejar marchar, uno tras otro, el olor de su piel, el color de sus ojos, y aquel pequeño crujido con el que sus dedos solían quejarse en invierno.

Cuando finalmente perdió su nombre, ya no había lugar para la sorpresa.

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Lágrimas


Todo había empezado en la esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida, mientras esperaba que el semáforo le permitiera seguir su camino hacia el hotel. Jonás recordaba perfectamente el lugar, así como recordaba que eran las ocho de la tarde y que estaba preocupado por si no iba a tener tiempo de cenar antes del concierto del jazz cuya entrada se había dejado en la habitación. En realidad, podía recordar muchas más cosas, como que a su lado una chica con el pelo teñido de un rubio blanquecino no dejaba de mirar su móvil sin que éste hiciera ningún amago de sonar, o que en un escaparate de la acera de enfrente había una mascota azul con gafas de sol. Jonás recordaba todas esas cosas, pero por mucho que lo intentara, no conseguía recordar por qué había empezado a llorar.
No había vivido recientemente ninguna ruptura traumática, ni había visto nada que pudiera recordarle la antigua pérdida de un ser querido. En realidad, probablemente ni siquiera esos acontecimientos le habrían hecho derramar lágrimas. No se consideraba un tipo especialmente duro, pero no recordaba ninguna ocasión en la que hubiera llorado de verdad desde aquellas discusiones adolescentes con sus padres en las que la frustración acababa convirtiéndose en llantos no demasiado dignos. Incluso si hubiera sido muchísimo más sentimental de lo que se consideraba a sí mismo, habría tenido problemas para encontrar un origen razonable. El libro que estaba leyendo era una novela policiaca con tan poca carga emotiva como calidad literaria, y la última película que había visto, de esas con romances imposibles y muertes con música de violines, había sido una reposición de “el paciente inglés” hacía casi un año.
La única causa posible de melancolía podía ser el hecho de estar de vacaciones solo en Nueva York, pero al fin y al cabo, estaba acostumbrado a viajar sin compañía. Pasear por una ciudad escuchando la música de sus auriculares, detenerse a hacer fotografías sin que nadie le esperara, eran pequeños detalles que siempre le habían hecho feliz. Puede que las noches fueran más aburridas sin otras piernas en las que enredarse, pero nunca se sabía a quién se podía conocer en el bar de un hotel. Esas historias, aunque normalmente no tuvieran el aura mágica que las películas les solían otorgar, le resultaban a Jonás suficiente para mantener su vida en un nivel más que aceptable de satisfacción. Hasta entonces había huido de las relaciones estables con una convicción firme y carente de espinas, más por principio que por traumas, y le parecía altamente improbable que existiera una parte de su subconsciente que quisiera rebelarse contra ese modo de vida mediante ese llanto inoportuno.
No existía, en definitiva, ningún motivo capaz de justificar las lagrimas que, en aquella esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida, mientras esperaba a que un inocente semáforo cambiara de color, empezaron a caer por su rostro a borbotones. Al principio ni siquiera se había dado cuenta de lo que sucedía, y hasta había mirado al cielo en busca de nubes que pudieran estar mojando su cara. No fue hasta que detectó la mirada extrañada que la chica de su lado por fin había apartado del móvil, cuando comprendió que estaba llorando.
Extrañado, había seguido su camino hasta el hotel mientras intentaba secarse los ojos con los puños de su camisa. Sin embargo, pronto la camisa se quedó corta para contener el torrente de lágrimas, al igual que los pañuelos de la preocupada recepcionista del hotel, y hasta las toallas sobre las que se quedó dormido en su habitación muchas horas de llanto después. A la mañana siguiente, sus lágrimas habían formado un pequeño charco, y su cuerpo se había resecado como si hubiera pasado horas en un desierto.
A partir de ese momento, Jonás no dejó de llorar ni un solo instante. Ningún médico consiguió nunca darle una explicación para aquel llanto con el que tuvo que aprender a convivir, y ni los antidepresivos ni el resto de tratamientos que probó evitaron que su ropa terminara día tras día empapada por el incesante reguero que escapaba de sus ojos. No le quedó otro remedio que acostumbrarse a salar la comida con sus lágrimas, a aceptar las palmaditas de desconocidos en la espalda, y hasta a regar las plantas de las vecinas mientras veía la televisión.
Al principio el dinero fue un problema. No podía dedicarse a vender coches con la cara surcada de lágrimas, y sus principios le impedían fingir que aquellas lágrimas eran fruto de la desesperación de no poder pagar la manutención del hijo que su diabólica ex-mujer le había arrebatado. Finalmente, encontró la solución en el mundo del cine. Puede que no hubiera muchos papeles principales en los que todos los diálogos incluyeran lágrimas, pero no faltaba trabajo como extra para escenas de tragedias y funerales. Con el tiempo, consiguió perfeccionar todo un abanico de registros, desde dignas lágrimas de dolor contenido hasta el llanto desatado de desesperación absoluta. De vez en cuando, los directores le asignaban incluso alguna frase, como “era un gran hombre” o “¿por qué mi hijo? ¿por qué?”.
En alguna ocasión, hasta le habían ofrecido participar como plañidero contratado en algún funeral real, pero prefería la muerte ficticia. No soportaba la idea de enfrentarse a algún acontecimiento en el que realmente tuviera ganas de llorar y no pudiera mostrar ninguna diferencia en su rostro.
Así pues, los años pasaron, al igual que las amantes. Sorprendentemente, no solía pasar mucho tiempo sin que Jonás encontrara a alguna chica que pensara que las lágrimas le daban un aire vulnerable y se prestara a consolarle. Por supuesto, cuando las lágrima continuaban después del sexo, las reacciones cambiaban bastante, y ninguna solía durar más de un par de encuentros esporádicos.
Lo más parecido a una relación estable lo tuvo con su agente, habituada ya a sus lágrimas. Se hacía llamar Sakura, aunque la sangre japonesa escaseaba en sus venas y su carnet de identidad rezaba un nombre mucho más castizo. Aquella historia quizás podría haber acabado en algo parecido a amor, pero Sakura estaba demasiado atada a su propia imagen de mujer dramática y autodestructiva como para recaer en algo tan vulgar.
Si bien no llegaron a realizar un viaje de novios, sí que volaron juntos hasta Nueva York, donde Sakura había conseguido el primer trabajo internacional a Jonás. La última noche que pasaron en la ciudad, Jonás dejó a Sakura durmiendo en la habitación, y caminó hasta la esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida. Se quedó allí un rato mientras el semáforo seguía su imperturbable ciclo. En esa esquina había empezado todo, y por un momento, pensó que si esperaba el tiempo suficiente, encontraría allí algo que le diera sentido a sus lágrimas.
La gente que pasaba a su lado miraba sus lágrimas con extrañeza, pero a esas alturas estaba acostumbrado. Solo una chica con gafas de grueso borde negro pareció no prestarle atención cuando se detuvo a su lado, la mirada perdida en algún punto al otro paso de cebra. Jonás se había fijado en ella porque llevaba una camiseta de una de las películas en las que había participado, y su corazón estuvo a punto de detenerse cuando vio nacer la primera lágrima de aquella chica, ampliada por los cristales de sus gafas.
Los segundos que siguieron se le antojaron eternos a Jonás. El semáforo volvió a cambiar y el resto de la gente cruzó a la otra acera, dejándole solo con aquella chica, que permanecía inmóvil. Jonás se aclaró entonces la garganta para hablar, para decirle que a él le había pasado lo mismo, que no estaba sola y que quizás juntos podrían encontrarle algún sentido a aquellas lágrimas.
Unos brazos aparecieron entonces rodeando el vientre de la chica, que se giró sorprendida para inmediatamente después lanzarse a los labios del dueño de aquellas inoportunas extremidades. En pocos segundos, las lágrimas de la chica desaparecieron como si nunca hubieran existido, y la feliz pareja se alejó entre caricias, caminando en un plano distinto de la realidad que el resto del mundo.
Con una sonrisa entre triste y avergonzada, Jonás decidió que era hora de regresar. Mientras silbaba una vieja canción de la que había olvidado la letra hacía años, se fijó que en el suelo todavía se distinguía el camino hacia el hotel que un rato antes habían formado sus propias lágrimas.

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Malditas Películas

Siempre sospeché que las películas mentían. Aún así, yo seguía pensando que ese mundo en blanco y negro existía realmente en alguna parte. Un lugar en el que las sombras escondían asesinos de ojos fríos, las balas eran certeras y las prostitutas eran mujeres fatales rodeadas de un aura de humo denso.
A veces llegaba incluso a imaginar mi propia muerte. Una bala en la nuca, una lágrima que recorre el rostro de porcelana de una mujer de grandes ojos negros mientras guarda la pistola todavía humeante en su bolso. Amor, traición y una mancha rojo escarlata que se extiende por el suelo. Algo así. Por extraño que resulte, esta imagen me reconfortaba. En cierto modo, incluso me daba sentido. Por eso me hice detective privado. Por los disparos en la noche, por la música y el humo, qué sé yo, por la pasión.
Sin embargo, ese mundo ya no existe, probablemente nunca lo haya hecho. En mi mundo, los callejones apestan a orín, las peleas son sucias y cobardes, y las prostitutas son sólo eso, prostitutas viejas y cansadas a las que sus chulos explotan hasta convertir en cáscaras resecas. Y qué decir de mis encargos. Buscar a desgraciados que se ocultan en los bajos fondos de existencias aún más deplorables, o descubrir las infidelidades de hombres grasientos y mujeres arrugadas. Nada de políticos corruptos ni viudas elegantes. Sólo gente tan vulgar y patética como yo.
En cualquier caso, eso es lo que hay. A estas alturas ya no merece la pena lamentarse. Lamentarse por una vida sin pistolas plateadas, sin vasos manchados de carmín ni muertes dignas. Al final, todo se reduce a un drogadicto asustado y un navajazo torpe en un callejón maloliente. Ya no me quedan fuerzas ni para arrastrarme. Solamente queda esperar a una ambulancia que nadie ha llamado.
Malditas películas.

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