13 meses

13 months

El día 15 de Febrero, un amigo común les presentó en una fiesta. Al verle, Julia pensó que su aspecto resultaba un tanto vulgar, y Carlos a su vez que sus gestos eran ligeramente artificiales. Después de cruzar dos frases educadas, cada uno volvió con su cita de aquella noche.

Exactamente un mes después, Carlos dejaba las huellas de sus manos en la piel de Julia mientras admiraba la forma en la que su cuello se inclinaba hacia atrás cuando estaba a punto de tener un orgasmo.

El 15 de Junio, una tormenta destrozó árboles, lanzó tejas por los aires y llenó la ciudad de un fango denso. Carlos y Julia apenas se enteraron. Sus miradas estaban fijas en la pared, exhaustos después de discutir una y otra vez los mismos temas, seguros de que su historia terminaba en aquella habitación.

Ese mismo día, tres meses después, Julia se tropezaba en unas escaleras sin saber muy bien cómo. Mientras Carlos le limpiaba una herida de su pierna como si se tratara de la operación más delicada del mundo, ella le dijo que le quería.

El 15 de Noviembre, Carlos conoció a la familia de Julia. Su hermana le guiñó un ojo cuando creía que nadie miraba, y su padre hizo un par de comentarios racistas. Julia se atragantó con el postre.

El día de su aniversario, hicieron un repaso del año y brindaron con champagne. Ninguno de los dos mencionó al chico por el que Julia estuvo a punto de dejar a Carlos durante las vacaciones de Navidad.
Trece meses después de conocerse, Carlos y Julia se sentaron en un banco del parque. Sus dedos se rozaron como tantas otra veces, y ambos sonrieron sin mirarse.

----

Para Carlos y Julia (los de verdad)

Foto y texto por Aitor Villafranca


Leer más…

Princesas


Desde que Leonor era una niña, había vivido encerrada en el mismo torreón de aspecto cochambroso, separada por gruesos muros de piedra del mundo que se extendía más allá de su habitación. En ocasiones, el recuerdo infantil de los campos de trigo de su tierra natal la llenaba de una nostalgia abrumadora, pero la mayor parte del tiempo se conformaba con su destino y se limitaba a esperar junto a la ventana, con la mente llena de fantasías del caballero que había de liberarla. Al fin y al cabo eso era lo que debía hacer una princesa, sentarse en su prisión a esperar la llegada del príncipe que, victorioso después de alguna gran gesta, rompería la maldición que ataba a su amada y la llevaría a lomos de su corcel a un reino de riqueza y felicidad. O incluso a un reino no tan próspero ni tan feliz, quizás uno de esos con un par de plagas mortales al año, o con un semidiós maligno de los que exigían sacrificios virginales cada vez que se aburrían... Cualquier cosa sería mejor que aquel torreón semiderruido.

Sin embargo, las misiones a cumplir para liberar a la princesa eran siempre arduas, como encontrar un rubí con forma de estrella en la tierra de los mares de fuego, o acabar con alguno de los brujos malditos que proliferaban en las islas de la noche eterna, aunque a su regreso, el valiente caballero podía encontrar una vida apacible gracias a la princesa amada y, sobre todo, a su dote. Hasta que se llevaba a cabo esta hazaña, la princesa debía esperar, lidiando de la mejor manera posible con el aburrimiento y, en la mayoría de los casos, con la maldición que le correspondiera por nacimiento. En el caso de Leonor, su condena era repeler a todo tipo de animales, lo cual no dejaba de ser bastante conveniente, ya que mantenía el viejo torreón libre de arañas, ratones e insectos, por no hablar del alivio que suponía no tener que soportar la charla intrascendente de los jilgueros o los aires de grandeza de algún que otro sapo.

Por desgracia, la misión que ataba a Leonor a su torreón distaba mucho de ser tan llevadera. El caballero que deseara su mano, debía viajar hasta las tierras gélidas del fin del mundo, derrotar allí a un dragón negro de siete cabezas y volver con los siete cráneos como prueba de su hazaña. La belleza de Leonor, así como la dote que le correspondería a su marido, eran premios atractivos, pero aún así Leonor no se hacía demasiadas ilusiones respecto a su suerte. Por si la propia misión no fuera suficientemente desalentadora, con el viaje casi eterno, la lucha a muerte con un enemigo prácticamente inmortal y el camino de vuelta cargando con siete cabezas babeantes cuyo peso no se debía despreciar, la leyenda decía que en el combate, el apuesto guerrero perdería un brazo y la visión en su ojo derecho, y su cara quedaría marcada de lado a lado con una cicatriz que recordaría su hazaña hasta el fin de los tiempos. Leonor era de carácter realista, y sabía que no había demasiados caballeros dispuestos a hacer todos esos sacrificios, especialmente si podían elegir gestas mucho menos exigentes, que les garantizarían igualmente una princesa de un estatus aceptable. Solamente un caballero había llegado a declararle su amor a Leonor, pero no había sido sino un error producto de la embriaguez. El guerrero en cuestión se había excedido con la cerveza en alguna celebración, hasta el punto de confundir el torreón de Leonor con el de una princesa de origen nórdico que vivía unas leguas al oeste. Al comprender su equivocación, había huido sin ningún tipo de decoro, dejando a Leonor sumida en una profunda melancolía.



En realidad el error era en cierto modo comprensible, puesto que si algo abundaba en aquellos tiempos eran precisamente las princesas en edad de contraer matrimonio. Había tantas que los reinos habían empezado a intercambiarlas, intentando conseguir una colección variada con la que tentar a guerreros propios y ajenos. Según había leído Leonor en las cartas que le informaban periódicamente sobre las novedades del mundo de las princesas, y que constituían prácticamente su única fuente de entretenimiento, su reino había intercambiado unas princesas trillizas, de gran fama en los reinos del sur, por doce princesas durmientes, que habían empezado a aparecer con demasiada frecuencia en aquellas tierras. En principio no era una noticia especialmente interesante, pero lo que mantenía a Leonor inquieta desde que la había leído era que, dada la falta de torreones independientes para alojar a semejante remesa de princesas, algunas de ellas iban a compartir morada con otras infantas, siendo el torreón de Leonor uno de los elegido para tal fin. Leonor era consciente de que la elección se debía principalmente a su falta de éxito hasta la fecha, pero aún así estaba ilusionada por la perspectiva de tener alguien con quien hablar en los largos días de cautiverio.

Leonor sabía que una princesa durmiente no era probablemente la mejor de las compañías, dado que estaba condenada a sumirse en un profundo sueño en el momento en el que algún caballero proclamara su interés por la gesta correspondiente, permaneciendo en ese estado hasta que se produjese el consabido beso de amor, pero en cualquier caso, incluso una compañía así era mejor que la soledad que empapaba hasta entonces cada instante de su vida. Así pues, Leonor pasó días preparándose para la llegada de la princesa durmiente, llamada Esmeralda, cuyo nombre había sido elegido sin demasiados quebraderos de cabeza en honor a sus ojos de un verde profundo. No es que Leonor tuviera un afán especial por impresionar a su futura compañera, pero arreglarse con esmero era la única manera que tenía de combatir el nerviosismo que le producía aquella situación.

El día que Esmeralda fue abandonada sin demasiada ceremonia frente al torreón, Leonor vestía sus mejores galas y su cabello lucía un complejo trenzado que había tardado toda una noche en preparar, echando por primera vez en falta la ayuda de los jilgueros, expertos en ese tipo de menesteres. Sin embargo, a pesar de su preparación, en el momento en el que vio a Esmeralda, se sintió empequeñecida, tal era la belleza de la princesa sureña. Tenía la melena salvaje de las ninfas y los movimientos suaves de una sirena, y el aire que la rodeaba parecía tener un brillo distinto al del resto del mundo, como si el tiempo se hubiera detenido, rendido ante sus encantos. Solamente cuando Leonor comprobó por el color de las mejillas de Esmeralda que estaba tan nerviosa como ella, se liberó del influjo de aquella aparición y se apresuró a darle la bienvenida, aunque sin atreverse a tocarla por miedo a que se desvaneciera en el aire.

Acostumbradas a su soledad, a las dos princesas les resultaba extraño compartir sus días con otra persona, pero pronto las risas y las conversaciones hasta el amanecer se convirtieron en algo habitual en el torreón. La voz de Esmeralda llenaba cada rincón de salitre y flores silvestres, y en la risa de Leonor, Esmeralda creía ver el reflejo del sol sobre las vides. Acurrucadas una junto a la otra, se dedicaban a fantasear con grandes amores, viajes a tierras lejanas, y fiestas en las que bailarían sin pausa durante tres días con sus noches. A veces hablaban también de su infancia, compartiendo sus experiencias de hija única, aunque en el caso de Leonor el castillo de su padre estuviera lleno de niños pequeños sorprendentemente parecidos al propio rey. La intensidad de sus historias era tal, que al final las princesas no sabían donde acababan las vivencias de una y empezaban las de la otra.

Por ese tiempo, surgió entre ellas una suerte de admiración mutua, de modo que ninguna comprendía cómo era posible que ningún caballero hubiera intentado ganarse hasta entonces la mano de la otra, tan evidentes como eran sus virtudes. Sin embargo, al final el cariño entre ambas era tan grande que dejaron de hablar de príncipes y gestas, pues a pesar del deseo de las dos princesas de abandonar el torreón en el que estaban recluidas, el sueño en el que había de sumirse Esmeralda, así como su inevitable marcha, les producía a las dos una intensa tristeza. Ambas eran conscientes de que ese día no tardaría en llegar, y el momento en el que algún caballero proclamara su deseo de desposar a Esmeralda se convirtió en una nube oscura que acechaba desde las sombras todas las demás conversaciones. A pesar de que la dote que le correspondía a Esmeralda era considerablemente menor que la de Leonor, la gesta con la que un caballero había de ganarse su mano era mucho más sencilla. Bastaba con arrebatar a los tritones la corona de coral carmesí, misión que se había vuelto mucho más sencilla después de que una facción considerable de los tritones decidiera emigrar a mares más apartados, cansados de ser masacrados año tras año por guardar unas reliquias por las que en realidad no sentían ningún aprecio.

Sin embargo, cuando finalmente llegó el momento para el que habían vivido tanto tiempo en el torreón, ninguna de las dos princesas estaba preparada. Una tarde de otoño, con la última luz del día, un caballero apareció al pie del torreón vestido con una armadura dorada, proclamando a los cuatro vientos su intención de ganarse el amor de Esmeralda. La princesa apenas tuvo tiempo de pensar que aquel guerrero tenía la voz torpe de un marinero de cantina y el pelo ralo de un anciano, antes de desmayarse en los brazos de Leonor, vencida por el destino que le había sido impuesto. Con lágrimas en los ojos al comprender que le habían arrebatado algo preciado, Leonor intentó despertar a Esmeralda por todos los medios, pero su rostro no se inmutó.

Cansada de sacudir a Esmeralda, y temiendo llegar a hacerle daño, la colocó con cuidado encima de su cama, arreglando sus ropas y su pelo para que estuviera impecable en el momento en el que tuviera que despertar. Y de este modo, Leonor volvió a su vieja soledad, más dolorosa después de conocer algo totalmente opuesto. Al principio intentó retomar los viejos hábitos y volver a pensar en caballeros de armaduras relucientes, pero ahora todo era distinto. A pesar de sus esfuerzos, Leonor terminaba siempre observando el sueño apacible de Esmeralda, hablándole sin recibir ni el más leve gesto de asentimiento.

Durante días, Leonor intentó soportar la nueva situación, pero finalmente, el peso del silencio se volvió insoportable y Leonor se derrumbó junto a Esmeralda, envuelta en torrente incontrolable de lágrimas. Nublada por una urgencia absoluta, sus labios buscaron los de la princesa dormida, persiguiendo el calor que antes no se había atrevido a desear. Sus labios estaban fríos como la muerte, pero de repente un soplo de vida se extendió por ellos. Antes de que Leonor pudiera asimilarlo, aquellos labios respondieron a su contacto, envolviendo los suyos en una prisión de seda y bayas salvajes. Los ojos verdes de Esmeralda se abrieron iluminados por una luz nueva, y las dos comprendieron que estaban en el sitio correcto. El resto del mundo se disolvió a su alrededor, mientras ellas se dedicaban a explorar con avidez aquel descubrimiento. Solamente cuando les faltó el aliento, se separaron unos instantes para contemplarse bañadas en aquella nueva luz.

Después, sin necesidad de cruzar una sola palabra, salieron juntas del torreón, que nadie se había molestado en cerrar puesto que era impensable que una princesa lo abandonara por su propia iniciativa. En el exterior, todo tenía un color distinto, más intenso de lo que ninguna de las dos recordaba. Los rayos de un sol tardío hablaban de mundos lejanos y destinos rotos.
Leer más…

Espacio Exterior

Outer Space

Mientras paseaban por el parque, cogidos de la mano como en aquella primera cita años atrás, ella pensó que, sin lugar a dudas, aquellos brazos eran demasiado grandes. Sus cambios de humor en verano también eran un problema, al igual que el hecho de que no pudiera quedarse quieto durante más de diez segundos, ni siquiera mientras dormía (lo cual probablemente no habría sido tan grave si no siguieran compartiendo aquella vieja cama de noventa).

En realidad, ella era consciente de sus propias imperfecciones, y estaba segura de quererle a pesar de los suyos, pero aún así, se alegraba de que alguno de sus sueños infantiles permanecieran inalcanzables, lejos de sus manos y de la realidad.

-------

Leer más…

Dead End

Dead End

Su sombra fue la primera en abandonarla. Desapareció mientras cruzaba un callejón oscuro, sin la menor disculpa ni despedida.

Poco después se desvaneció el sonido de sus pisadas, aunque al menos ellas dejaron grabada una cinta con antiguos paseos, que a veces escuchaba cuando le invadía la nostalgia.

Ese mismo año, se vio obligada a dejar marchar, uno tras otro, el olor de su piel, el color de sus ojos, y aquel pequeño crujido con el que sus dedos solían quejarse en invierno.

Cuando finalmente perdió su nombre, ya no había lugar para la sorpresa.

-------

Leer más…

Lágrimas


Todo había empezado en la esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida, mientras esperaba que el semáforo le permitiera seguir su camino hacia el hotel. Jonás recordaba perfectamente el lugar, así como recordaba que eran las ocho de la tarde y que estaba preocupado por si no iba a tener tiempo de cenar antes del concierto del jazz cuya entrada se había dejado en la habitación. En realidad, podía recordar muchas más cosas, como que a su lado una chica con el pelo teñido de un rubio blanquecino no dejaba de mirar su móvil sin que éste hiciera ningún amago de sonar, o que en un escaparate de la acera de enfrente había una mascota azul con gafas de sol. Jonás recordaba todas esas cosas, pero por mucho que lo intentara, no conseguía recordar por qué había empezado a llorar.
No había vivido recientemente ninguna ruptura traumática, ni había visto nada que pudiera recordarle la antigua pérdida de un ser querido. En realidad, probablemente ni siquiera esos acontecimientos le habrían hecho derramar lágrimas. No se consideraba un tipo especialmente duro, pero no recordaba ninguna ocasión en la que hubiera llorado de verdad desde aquellas discusiones adolescentes con sus padres en las que la frustración acababa convirtiéndose en llantos no demasiado dignos. Incluso si hubiera sido muchísimo más sentimental de lo que se consideraba a sí mismo, habría tenido problemas para encontrar un origen razonable. El libro que estaba leyendo era una novela policiaca con tan poca carga emotiva como calidad literaria, y la última película que había visto, de esas con romances imposibles y muertes con música de violines, había sido una reposición de “el paciente inglés” hacía casi un año.
La única causa posible de melancolía podía ser el hecho de estar de vacaciones solo en Nueva York, pero al fin y al cabo, estaba acostumbrado a viajar sin compañía. Pasear por una ciudad escuchando la música de sus auriculares, detenerse a hacer fotografías sin que nadie le esperara, eran pequeños detalles que siempre le habían hecho feliz. Puede que las noches fueran más aburridas sin otras piernas en las que enredarse, pero nunca se sabía a quién se podía conocer en el bar de un hotel. Esas historias, aunque normalmente no tuvieran el aura mágica que las películas les solían otorgar, le resultaban a Jonás suficiente para mantener su vida en un nivel más que aceptable de satisfacción. Hasta entonces había huido de las relaciones estables con una convicción firme y carente de espinas, más por principio que por traumas, y le parecía altamente improbable que existiera una parte de su subconsciente que quisiera rebelarse contra ese modo de vida mediante ese llanto inoportuno.
No existía, en definitiva, ningún motivo capaz de justificar las lagrimas que, en aquella esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida, mientras esperaba a que un inocente semáforo cambiara de color, empezaron a caer por su rostro a borbotones. Al principio ni siquiera se había dado cuenta de lo que sucedía, y hasta había mirado al cielo en busca de nubes que pudieran estar mojando su cara. No fue hasta que detectó la mirada extrañada que la chica de su lado por fin había apartado del móvil, cuando comprendió que estaba llorando.
Extrañado, había seguido su camino hasta el hotel mientras intentaba secarse los ojos con los puños de su camisa. Sin embargo, pronto la camisa se quedó corta para contener el torrente de lágrimas, al igual que los pañuelos de la preocupada recepcionista del hotel, y hasta las toallas sobre las que se quedó dormido en su habitación muchas horas de llanto después. A la mañana siguiente, sus lágrimas habían formado un pequeño charco, y su cuerpo se había resecado como si hubiera pasado horas en un desierto.
A partir de ese momento, Jonás no dejó de llorar ni un solo instante. Ningún médico consiguió nunca darle una explicación para aquel llanto con el que tuvo que aprender a convivir, y ni los antidepresivos ni el resto de tratamientos que probó evitaron que su ropa terminara día tras día empapada por el incesante reguero que escapaba de sus ojos. No le quedó otro remedio que acostumbrarse a salar la comida con sus lágrimas, a aceptar las palmaditas de desconocidos en la espalda, y hasta a regar las plantas de las vecinas mientras veía la televisión.
Al principio el dinero fue un problema. No podía dedicarse a vender coches con la cara surcada de lágrimas, y sus principios le impedían fingir que aquellas lágrimas eran fruto de la desesperación de no poder pagar la manutención del hijo que su diabólica ex-mujer le había arrebatado. Finalmente, encontró la solución en el mundo del cine. Puede que no hubiera muchos papeles principales en los que todos los diálogos incluyeran lágrimas, pero no faltaba trabajo como extra para escenas de tragedias y funerales. Con el tiempo, consiguió perfeccionar todo un abanico de registros, desde dignas lágrimas de dolor contenido hasta el llanto desatado de desesperación absoluta. De vez en cuando, los directores le asignaban incluso alguna frase, como “era un gran hombre” o “¿por qué mi hijo? ¿por qué?”.
En alguna ocasión, hasta le habían ofrecido participar como plañidero contratado en algún funeral real, pero prefería la muerte ficticia. No soportaba la idea de enfrentarse a algún acontecimiento en el que realmente tuviera ganas de llorar y no pudiera mostrar ninguna diferencia en su rostro.
Así pues, los años pasaron, al igual que las amantes. Sorprendentemente, no solía pasar mucho tiempo sin que Jonás encontrara a alguna chica que pensara que las lágrimas le daban un aire vulnerable y se prestara a consolarle. Por supuesto, cuando las lágrima continuaban después del sexo, las reacciones cambiaban bastante, y ninguna solía durar más de un par de encuentros esporádicos.
Lo más parecido a una relación estable lo tuvo con su agente, habituada ya a sus lágrimas. Se hacía llamar Sakura, aunque la sangre japonesa escaseaba en sus venas y su carnet de identidad rezaba un nombre mucho más castizo. Aquella historia quizás podría haber acabado en algo parecido a amor, pero Sakura estaba demasiado atada a su propia imagen de mujer dramática y autodestructiva como para recaer en algo tan vulgar.
Si bien no llegaron a realizar un viaje de novios, sí que volaron juntos hasta Nueva York, donde Sakura había conseguido el primer trabajo internacional a Jonás. La última noche que pasaron en la ciudad, Jonás dejó a Sakura durmiendo en la habitación, y caminó hasta la esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida. Se quedó allí un rato mientras el semáforo seguía su imperturbable ciclo. En esa esquina había empezado todo, y por un momento, pensó que si esperaba el tiempo suficiente, encontraría allí algo que le diera sentido a sus lágrimas.
La gente que pasaba a su lado miraba sus lágrimas con extrañeza, pero a esas alturas estaba acostumbrado. Solo una chica con gafas de grueso borde negro pareció no prestarle atención cuando se detuvo a su lado, la mirada perdida en algún punto al otro paso de cebra. Jonás se había fijado en ella porque llevaba una camiseta de una de las películas en las que había participado, y su corazón estuvo a punto de detenerse cuando vio nacer la primera lágrima de aquella chica, ampliada por los cristales de sus gafas.
Los segundos que siguieron se le antojaron eternos a Jonás. El semáforo volvió a cambiar y el resto de la gente cruzó a la otra acera, dejándole solo con aquella chica, que permanecía inmóvil. Jonás se aclaró entonces la garganta para hablar, para decirle que a él le había pasado lo mismo, que no estaba sola y que quizás juntos podrían encontrarle algún sentido a aquellas lágrimas.
Unos brazos aparecieron entonces rodeando el vientre de la chica, que se giró sorprendida para inmediatamente después lanzarse a los labios del dueño de aquellas inoportunas extremidades. En pocos segundos, las lágrimas de la chica desaparecieron como si nunca hubieran existido, y la feliz pareja se alejó entre caricias, caminando en un plano distinto de la realidad que el resto del mundo.
Con una sonrisa entre triste y avergonzada, Jonás decidió que era hora de regresar. Mientras silbaba una vieja canción de la que había olvidado la letra hacía años, se fijó que en el suelo todavía se distinguía el camino hacia el hotel que un rato antes habían formado sus propias lágrimas.

Leer más…

Malditas Películas

Siempre sospeché que las películas mentían. Aún así, yo seguía pensando que ese mundo en blanco y negro existía realmente en alguna parte. Un lugar en el que las sombras escondían asesinos de ojos fríos, las balas eran certeras y las prostitutas eran mujeres fatales rodeadas de un aura de humo denso.
A veces llegaba incluso a imaginar mi propia muerte. Una bala en la nuca, una lágrima que recorre el rostro de porcelana de una mujer de grandes ojos negros mientras guarda la pistola todavía humeante en su bolso. Amor, traición y una mancha rojo escarlata que se extiende por el suelo. Algo así. Por extraño que resulte, esta imagen me reconfortaba. En cierto modo, incluso me daba sentido. Por eso me hice detective privado. Por los disparos en la noche, por la música y el humo, qué sé yo, por la pasión.
Sin embargo, ese mundo ya no existe, probablemente nunca lo haya hecho. En mi mundo, los callejones apestan a orín, las peleas son sucias y cobardes, y las prostitutas son sólo eso, prostitutas viejas y cansadas a las que sus chulos explotan hasta convertir en cáscaras resecas. Y qué decir de mis encargos. Buscar a desgraciados que se ocultan en los bajos fondos de existencias aún más deplorables, o descubrir las infidelidades de hombres grasientos y mujeres arrugadas. Nada de políticos corruptos ni viudas elegantes. Sólo gente tan vulgar y patética como yo.
En cualquier caso, eso es lo que hay. A estas alturas ya no merece la pena lamentarse. Lamentarse por una vida sin pistolas plateadas, sin vasos manchados de carmín ni muertes dignas. Al final, todo se reduce a un drogadicto asustado y un navajazo torpe en un callejón maloliente. Ya no me quedan fuerzas ni para arrastrarme. Solamente queda esperar a una ambulancia que nadie ha llamado.
Malditas películas.

-------

Leer más…