Cartas (II)

Cartas (II)

[Primera parte aquí]

Con el tiempo, al igual que el sexo había ido entrando en la vida de Alicia, lo había hecho también en la de Elizabeth. Un juego dentro del juego. Nada de lo que preocuparse. “Cada vez que cierro los ojos sueño con aquella tarde en el granero, cuando tu carne penetró en la mía, y el mundo desapareció en aquel calor blanco y puro que nos envolvió”.

¿Cómo iban a competir con aquello los pobres chicos anodinos que se iban cruzando con en el camino de su alter-ego a lo largo de los años? Ellos tenían dudas, y rompían la magia preguntándole si podían tocarle el las tetas, o avisándole de que estaban a punto de correrse. James no tenía que preocuparse de ningún fluido corporal, ni de camas demasiado estrechas o condones que se negaban a colaborar.

Para eso casi era mejor rodearse de las cartas de James, masturbarse imaginando que eran los dedos de James los que recorrían su piel. Puede que al abrir los ojos y salir de la habitación sólo hubiera un pasillo lleno de pelusas y ruido de niños corriendo en el piso de arriba, pero al fin y al cabo, sólo tenía que esperar una semana para la siguiente carta.

“He conocido a alguien”, había leído Elizabeth sin dar crédito a lo que veían sus ojos. “No sé cómo ha pasado. Es una chica humilde que conocí en el puerto, y supongo que en cierto modo me recuerda a ti. Es la única explicación. Mi corazón está dividido, y todo mi cuerpo parece dispuesto a romperse en pedazos. Te quiero. Y te odio por ello. Y me odio a mí mismo por odiarte. Estoy roto. Vacío. James”.

Y por un momento volvió a ser Alicia, y se imaginó a Paula tan confusa como ella, y se preguntó si no habría estado perdiendo el tiempo buscando en los sitios equivocados. Y como si estuviera poseída por una gran revelación empezó a frecuentar bares de lesbianas. Pero tampoco ellas volvían de la guerra. Y también ellas podían lubricar demasiado. Y Alicia volvió al punto de partida, y volvió a ser Elizabeth.

“Te perdono todos los pecados, amado mío, si tu puedes perdonar los míos. Te he buscado en otros cuerpos, aterrada por que mi vida sea sólo una promesa que no llegue nunca a cumplirse. Pero ya estoy cansada. Cansada de esperar, cansada de no encontrarte a ti, ni a quien te haga desaparecer. Voy en tu busca. No me importa la guerra. Prefiero las balas y el barro a esta espera insufrible. Te amo.”

Y Alicia se montó en un avión con destino a Buenos Aires, y Elizabeth aterrizó en una playa llena de heridos y de hierros retorcidos por las bombas. Y recorrió campos desfigurados por trincheras, y escapó de mercenarios con dientes podridos y cuchillos manchados de sangre, y acabó encontrando a James, con la barba descuidada y una cicatriz junto a su ojo derecho, pero con la misma mirada que tenía aquel día en el granero. Y James confesó que la chica del puerto era una mentira para permitir que Elizabeth siguiera con su vida, y ella le silenció los labios con un beso. Y ya no hubo detalles irrelevantes de los que preocuparse durante el sexo. Ni más bares llenos de humo. Ni más despertadores.

Ni más cartas.

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Cartas (I)

Cartas (I)

Alicia apenas recordaba como había empezado todo. O mejor dicho, lo recordaba, pero prefería no hacerlo. A esas alturas, parecía ya demasiado banal. Absurdo, casi irreal.

Los padres de Paula llevándosela con ellos a Buenos Aires. La última tarde de cine con ella. Una historia de amor épica, como no podía ser de otra forma. La promesa de escribirse todas las semanas. Pero no como ellas mismas. Eso habría sido demasiado vulgar, un camino directo a la rutina y al olvido. No, serían James y Elizabeth. Separados trágicamente por la guerra. Una guerra. Cualquier guerra.

“Querido mío”, empezaba la primera carta, “no sé si recibirás esta misiva. Cada día llegan noticias de nuevos muertos, y mi corazón se encoge mientras repaso la lista una y otra vez, asegurándome de que sigues vivo, de que vas a volver. En el fondo sé que no has muerto. Mi corazón lo sentiría, aunque nos separe un océano. Vuelve pronto. Siempre tuya, sólo tuya. Elizabeth”.

¿Cuántos años tenían entonces? ¿Quince? Un juego tonto, sin duda, pero un juego al que siguieron fieles mes tras mes. Su pequeño mundo inventado enriqueciéndose con anécdotas del día a día de Elizabeth cuidando a sus hermanos pequeños en la granja, con historias de los compañeros de batallón de James. Desde luego, eran mucho más interesantes que el instituto, aquella sucesión de días casi vacíos en los que la principal ocupación de Alicia era esperar a que su vida decidiera continuar.

“La herida de Frederic ha mejorado, pero algo se ha roto dentro de su cabeza. Sus recuerdos se han vuelto esquivos, y la mayor parte del tiempo, creo que ni siquiera nos reconoce. Dios, no sé qué haría si a mí me pasara lo mismo. Si no pudiera recordar el tacto de tu piel, el sabor de las fresas a través de tus labios. Confío en que mi cuerpo siguiera buscándote, empujado hacia ti por el destino. Tuyo incluso en el olvido. James.”

Para cuando recibió aquella carta, Alicia ya había empezado la universidad. También había pasado una semana en el hospital después de un accidente con la moto, se había peleado con sus padres, reconciliado con ellos, y peleado de nuevo. Incluso había probado una raya de coca por primera y última vez en su vida, en una noche de la que se arrepentía sólo en parte. Sin embargo, Alicia había empezado a sentir todo aquello como un simple interludio, una vida automatizada ejecutada por alguien que se parecía a ella. Alguien que hablaba y se movía igual, pero que no era ella. Ella era Elizabeth. Y todo lo demás eran sombras.

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